Un territorio en crisis genera una visualidad que denota el malestar social latente. Las marcas en la ciudad de un cuerpo social agitado alteran la percepción del poder y el paisaje cotidiano, haciendo aparecer en el imaginario colectivo una sensación de incertidumbre ante las fisuras de los pilares que sostienen el orden sociopolítico.
Por un lado tenemos la edificación; la incrustación de un modelo impuesto que se desplaza entre el ejercicio del poder psicológico y la opresión del cuerpo. La monumentalidad de su construcción material y la potencia de su contenido ideológico influencian la sociedad, educándola en una manera de estar, como "la" posibilidad. Para ello, su potencia es maquillada, encajando en el engranaje neoliberal.
Por otro lado está la calle, contenedora del cuerpo y receptora del descontento; el escenario donde se presentan las disidencias. En la calle quedan los vestigios de la fricción cotidiana del conflicto: las paredes ralladas, la pintura chorreada en el pavimento, restos, materiales, quemados, vencidos.
La necesidad de pensar la estructura resistente pero fallida, y las huellas que provoca la emancipación contenida, son la clara manifestación del primer ejercicio de soberanía frente a lo establecido. El debate que hoy tiene la ciudadanía frente al modelo de sociedad que existe, la falta de cobertura de los derechos fundamentales y cuáles son los mecanismos de empoderamiento popular, permiten repensar los paradigmas que rigen el comportamiento cultural de la sociedad. Tomando distancia del ornamento, la construcción y destrucción dialogan en el espacio de representación del arte; el actual momento de inflexión en Chile es reflejado por las marcas de vencedores y vencidos.
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